25 de junio
Compro suficientes víveres (agua mineral, papas fritas y, sobretodo, caramelos, mi principal fuente de alimentación por estos días) y decido encerrarme en mi cuarto para evitar todo posible contacto con mis cohabitantes de casa. Desencantado del mundo, me tiro pesadamente sobre la cama. Confinado entre cuatro paredes, de pronto, atraviesa mi cerebro un rayo de luz: transformaré mi pieza de una patética celda en, digamos, una cápsula viajera, una nave espacial como la de Julio Verne en De la Tierra a la Luna. Lejos de ser un incómodo y estrecho pedazo de lata lleno de comandos y controles, la nave de Verne era una confortable habitación con paredes acolchadas, lámparas de gas, cuadros al óleo y suntuosos divanes circulares. Si bien mi pieza no tiene nada de eso, me las ingeniaré para aprovechar mi encierro y escribir sobre algún viaje rumbo a un planeta extraño que se llame, por ejemplo, Pompeya-2079. Entusiasmado, me dirijo hacia mi computadora y escribo: LOS VIAJES DEL NIÑO BURBUJA |