10 de agosto
Decidida a averiguar qué era lo que estaba ocurriendo en el hasta ese momento tranquilo pueblo, Emilia se dirigió hacia la cima de la colina y, a la caída del sol, se introdujo sin ser vista en la mansión tenebrosa. Pero allí no encontró nada. Ya se estaba retirando cuando de pronto, una mancha de color detrás de un oscuro y pesado cortinado de terciopelo llamó su atención. Acercándose, comprobó que no era otra cosa que el extremo de uno de los ovillos de lana con la que su abuela se estaba tejiendo un echarpe. Como Ariadna en el laberinto, Emilia tomó la hebra entre sus dedos y, guiada por la misma, se adentró por una puerta secreta en la que antes no había reparado. La puerta conducía, a través de un estrecho pasadizo iluminado únicamente por fantasmagóricas luces de vela, a una de las torres de la casa. Cuando la hebra de lana llegó a su fin, las velas súbitamente se apagaron y la joven quedó a oscuras. Dio unos cuantos pasos en las sombras sin saber muy bien en qué dirección encaminarse. De pronto, alguien tosió a su izquierda: ¡esa tos! Emilia pudo reconocer el fuerte catarro de su antecesora. |