"El libro del fin del mundo" de Belén Gache,
es un libro, primero, pero es mucho más que eso. Como
mínimo, es un libro traicionero... un libro con vuelta,
o mejor, un libro sin vuelta atrás. De alguna manera
el libro funciona como una enciclopedia: un conjunto
de entradas y conceptos organizados taxonómicamente
en seis grandes grupos, y sin embargo, también, es la
idea misma de "enciclopedia" lo que el libro
explota desde dentro, destruye desde su seno mismo...
expande.
En un juego de abismo, una de las entradas del "Libro
del Fin del Mundo" corresponde al artículo "El
libro del fin del mundo"... metatextualmente la
misma obra se define contando una pequeña historia:
la de un emperador que manda construir una gran muralla
alrededor de su vasto y variado imperio y decreta que
"en adelante el mundo sería solamente el territorio
contenido dentro de esa muralla". Después,
inventa una nueva lengua, una nueva manera de llamar
las cosas de ese mundo y la impone. Las más de doscientas
lenguas y ciento ochenta alfabetos que convivían en
sus dominios son censurados. Finalmente, quema todos
los libros del reino y dedica el resto de su vida a
escribir uno sólo, único, y nuevo: El libro de la Verdad,
"donde consignó el verdadero nombre de todas
las cosas".
Años después, cuando el emperador murió, su sucesor
"consideró las reformas del emperador anterior
como un sacrilegio: una única lengua y un único libro
eran, sin duda, inadecuados para nombrar toda la variedad
de cosas que había en el imperio. Dedicó entonces largos
años a recorrer monótonas llanuras y empinados valles,
desoladas playas e inhóspitos desiertos. Incluso llegó
hasta los mismos confines del mundo buscando libros
que hubiesen escapado a la hoguera. Con los escasos
fragmentos sueltos que encontró, fue formando poco a
poco el Libro del Fin del Mundo."
Es así como el "Libro del Fin del Mundo"
recoge los fragmentos, recontruye un mundo desde su
fin, desde sus desechos, o desde sus salvaciones, pero
también, como todo listado enciclopédico, el libro construye
un mundo nuevo, un mundo propio: aquel contenido, definido
entre las dos tapas del volumen.
Y es aquí donde Belén centra el núcleo de la obra:
en la tensión máxima, que podría parecer contradictoria
pero no, entre esas dos ideas. La de un libro que construye
un mundo y la de un autor que de-construye un libro.
Porque, anotado en papel, e inscripto en tinta, el
objeto libro se expande más allá de las durezas de tapa
y contratapa, para buscar nuevos formatos, nuevos lenguajes,
y nuevas maneras de construir y definir el mundo; que
es un mundo infinito, cambiante, y por lo tanto, también
exige un libro siempre inconcluso, creciente, centrípeto.
Formalmente, el libro escapa del papel para remitir
primero a un CD rom, portado en la solapa, y después,
a Internet. El medio digital brinda otros soportes a
los conceptos y a las definiciones requeridas para este
nuevo mundo y organiza, cita y recita los restos encontrados
por el emperador aquel. Sin embargo, el salto entre
un formato y otro no es abrupto, la amplitud de géneros,
que va desde la fábula hasta la poesía visual, incorpora
estas nuevas entradas luminosas y compuestas por bits
de información como componentes naturales de una enciclopedia
eterna.
Hipertextual en el sentido electrónicamente usual del
término, "El libro del fin del mundo" lo es
también en su noción de la apropiación, de la cita,
de la compilación. Así, por ejemplo, en la entrada correspondiente
a "El lenguaje de los pájaros" voces mecánicas,
sintetizadas, construyen y re-citan, en el doble sentido
de la palabra, aquellos poemas encontrados en el mundo
existente (o sobre viviente) para definir esos objetos
extraños que son, en este caso, los pájaros. Pájaros
reales, que generaron los versos de Baudelaire, Darío
o Poe, son recitados por pájaros eléctricos, por imágenes
de pájaros, como en un museo de los restos de un mundo
desaparecido, como en una arqueología, justamente, de
un mundo ya finalizado.
Para terminar, una última idea. Esta enciclopedia en
expansión constante, esta expansión del libro como
objeto, deja inferir, de tanto en tanto, el nombre de
ese imperio finalizado y reconstruido. Lo llama "Belenlandia",
como si correspondiera a un mundo propio, a un mundo
único generado solamente por el recorte que produce
la mirada de la autora. Una mirada tal vez, tan descentrada
y excéntrica como la de los personajes de sus dos primeras
novelas, "Luna India" y "Divina Anarquía".
No creo, sin embargo, que sea así. Hay un salto ontológico
entre los mundos creados, los mundos de ficción y este,
retratado aquí. Los mundos de ficción copian miméticamente,
este mundo del "fin del mundo", en cambio,
se vale del poder instaurador de la palabra, del valor
de verdad de la imagen, y del enraizamiento en las
redes virtuales de información para difuminar las fronteras
entre obra y modelo, entre representación y realidad.
Se constituye, en fin, no como un mundo paralelo o
posible, sino como el mundo que se reconstruye sabiendo
leer las entre líneas de los significantes que construyen
nuestro propio mundo.
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