Catálogo
para la muestra de Alessandra Sanguinetti, Museo de Arte Moderno
de Buenos Aires, noviembre de 2003
En su cuento Final del juego, Julio Cortázar
nos presenta un grupo de tres niñas, Leticia,
Holanda y la narradora, que juegan durante “las
largas siestas perfumadas”, junto a las solitarias
vías de un ferrocarril suburbano. Cortázar
presenta aquí la vida cotidiana de estas niñas
y sus rutinas alejadas del mundo de los adultos, representados
en el texto por la madre y la tía Ruth. Ellas
juegan a convertirse en diferentes personajes, se disfrazan
con su caja de ornamentos, se convierten en santas y
miran hacia el cielo o en princesas chinas, se colocan
túnicas y coronas de flores, posando para los
posibles pasajeros de un tren que pasa demasiado rápido.
Casi cien años antes de que Cortázar escribiera
su cuento, Lewis Carroll, además de escribir
las aventuras de Alicia en el País de las
Maravillas y A través del espejo,
se dedicaba a tomar centenares de fotografías
de sus “young ladies” valiéndose
de un gran baúl en el que guardaba una serie
de disfraces para evocar mundos de fantasía:
sus modelos se convertían así en pequeñas
turcas, geishas japonesas, campesinas búlgaras
y posaban frente a la cámara.
En su serie sobre Las aventuras de Guille y Belinda
y el sentido enigmático de sus sueños,
Alessandra Sanguinetti fotografía a dos preadolescentes,
dos primas provenientes de los entornos rurales con
los que ella generalmente trabaja. Al igual que Carroll
o Cortázar, Sanguinetti se interesó también
por las misteriosas transformaciones tanto físicas
como psíquicas que se dan hacia el final de la
niñez y el comienzo de la adolescencia, deteniéndose
en la captura de esos cuerpos ingenuos y aun asexuados,
de alguna manera informes, cambiantes, en plena metamorfosis,
que, mediante rituales y fantasías buscaban establecer
posibles y futuras identidades.
Existe en las fotografías de Guille y Belinda
una indudable referencia a la iconografía victoriana.
Los universos victorianos estaban poblados de personajes
femeninos, herencia del culto medieval a la Virgen.
Recordemos las poesías de Swinburne o las imágenes
de Dante Gabriel Rossetti, plagadas de mujeres decadentes,
perversas, andróginas, sufriendo de ennui y sonambulismo.
Entre eróticos y místicos, estos personajes
también se constituían como signados por
pasiones malditas o trágicas (el hada Morgana,
Ginebra, Judith, Dalila). Sanguinetti hace en ocasiones
citas directas a esta iconografía, como en el
caso de las Ofelias sumergidas en las aguas, tema shakespeariano
tomado, por ejemplo, por el paradigmático cuadro
prerrafaelista de Millais, donde la espectral imagen
femenina permanece sumergida en un lago cubierta de
flores y juncos.
En su captura de estos “juegos de niñas”,
Sanguinetti juega a su vez con el contraste entre esta
iconografía victoriana y una galería de
tópicos genéricos convencionales: la novia,
la embarazada, la madre, el ama de casa. También
juega con el contraste entre la languidez e irrealidad
victoriana y la inmediatez y corporeidad de estas dos
niñas que nos muestran su desnudez y su intimidad
tan descarnadamente reales.
Los cuerpos atravesados por la historia y la geografía
rural se alejan del sofisticado simbolismo victoriano
para dar paso al entorno inminente y despojado de la
pampa argentina. Al igual que en el cuento de Cortázar,
casi podemos sentir aquí las “largas siestas
perfumadas”, “los insectos zumbantes”,
“el pasto húmedo y ralo” y podemos
intuir el entorno familiar y social de las niñas
en las esporádicas apariciones de los adultos,
trabajadores rurales, capturados ellos también
en las imágenes. Al igual que en el cuento, nos
enfrentamos a cuerpos no siempre perfectos y donde las
representaciones se presentan en ocasiones más
cercanas al sainete criollo y la parodia que al teatro
shakespeariano.
Tanto Cortázar, como Lewis Carroll como Sanguinetti
comparten, a demás del interés por los
cuerpos femeninos impúberes, la voluntad de violentar
con sus obras el mundo íntimo de estas niñas
y penetrar en el universo vedado de sus deseos y sueños.
Las niñas, por su parte, ceden al juego y no
solamente se prestan a ser espiadas sino que incluso
posan y representan para las miradas ajenas, permitiéndonos
acceder, en tanto intrusos, a sus mundos privados plenos
de onirismo y fantasía y, a su vez, fuertemente
perturbadores.