La parte solitaria de la calle que atraviesa
la región solitaria del mundo
-No parece que estuviera muerto -suspiro, más para
mí misma que para cualquier otra persona, ajustándome
los anteojos terminados en punta, iguales a los que
usaba Marilyn Monroe en Los hombres las prefieren
rubias.
Y la verdad es que, viéndolo así tan arreglado, recostado
sobre ese fondo de satén blanco, parece más un muñeco
adentro de una caja de juguetería que un cadáver. Vestido,
con ese smoking de mago de cumpleaños parece que mi
hermano Orfeo sólo estuviera dormido.
Debo haber ido a docenas de velatorios durante mi vida
y siempre me sentí igual, como anestesiada, como traspasada
por algo helado que me impedía sentir dolor. Me acuerdo,
por ejemplo, del velatorio de Felicitas. Aunque eso
claro, fue muy distinto. Incluso fue distinto por el
hecho de que ella insistió en que la velaran en la casa.
Recuerdo que a la noche se levantó una terrible tormenta
de viento y las ráfagas empezaron a hacer girar las
coronas colocadas en el jardín como si fueran enormes
ruedas de bicicleta. Cuando finalmente amainó el vendaval,
las cintas de raso se habían salido de las coronas y
permanecían enganchadas de las copas de los árboles:
"tus amigos del alma", "a nuestra admirada
colega", "a nuestra musa predilecta".
Me acuerdo que en ese entonces, yo pensaba que la tormenta
de viento se había levantado únicamente para llevarse
el alma de Felicitas hasta el cielo. O puede que hasta
el infierno.
Los muertos se van a vivir a las estrellas y desde allá
nos miran, me dijo una vez alguien. Y yo los observaba
en vano en los velatorios, esperando verlos desdoblarse;
esperando que les saliera por la boca una especie de
holograma de ellos mismos y se elevara dando vueltas
entre murmullos y café aguado, entre insomnio y palabras
inadecuadas, hasta desaparecer traspasando el techo
de la habitación hacia la eternidad. Pero no, permanecían
siempre ahí, blancos, inmóviles, desencajados.
Orfeo, en cambio, no se ve desencajado. Ni siquiera
está pálido. Permanece con una débil sonrisa apenas
insinuada en sus labios y hasta parece que estuviera
soñando.
Los muertos se van a vivir a las estrellas y desde
allá nos miran, me dijo una vez alguien y desde entonces,
me detengo generalmente en el centro del jardín de la
casa, a mirar hacia el cielo, tratando de adivinar en
cuál de todas esas estrellas que inundan la noche podría
estar Felicitas mirándome. Ahora, supongo que también
voy a tener que buscar una estrella para Orfeo. Una
estrella brillante o evanescente, incandescente o fugaz,
dorada o negra. Pero en el medio de la noche, veo todo
tan solitario y frío allá arriba que prefiero que, después
de todo, ellos no se vayan allá, tan lejos, y se queden
cerca mío, aunque sea debajo de la tierra y aunque sus
ojos estén cerrados.
En el interior, la casa es sombría y húmeda. Huele a
libros viejos, a madera y, en esta época del año, a
los miles de jazmines que crecen en el jardín del fondo.
En algún momento, hace años, la naturaleza del jardín
estaba controlada por un jardinero japonés cuya imagen,
encorvada sobre los arbustos, todavía recuerdo: larga
coleta negra, babuchas, guantes de goma. El césped solía
ser una suave alfombra verde, los arbustos crecían geométricos
a lo largo de un sendero especular que cruzaba hasta
las escaleras de entrada, como en una maqueta gigante.
Ahora, el jardín del fondo es una selva tropical enmarañada,
llena de enredaderas salvajes, hierbas silvestres, achicorias,
no me olvides, que se confunden, se invaden, se superponen
fuera de todo límite y forma. Enormes mariposas pardas
revolotean sorteando los rayos de sol que se cuelan
por entre las ramas; letárgicos escarabajos avanzan
torpemente a través de las rugosas cortezas de los troncos;
escuadrones de hormigas se desplazan permanentemente
por las carnosas hojas mordisqueadas. Se podría decir
que vivo en un sitio de lo más parecido a un planeta
virgen. "Planeta Saigón", solía llamar mi
hermano Orfeo a nuestra casa, para él, una especie de
ciudad constantemente invadida por las fuerzas del caos.
Felicitas nos encontró una noche como ésta, abandonados
en las escaleras de una iglesia: yo era un lindo bebé
dormido en una canasta de mimbre. Mi hermano estaba
sentado a mi lado y sobre su falda tenía una pecera
con una minúscula tortuga de agua en el interior. Él
tendría unos cuatro años, aunque por alguna razón -como
nos contaría Felicitas años más tarde-, todavía no hablaba.
Como no teníamos nombre, ella decidió que yo me iba
a llamar Antígona y mi hermano Orfeo. Una extraña mezcla
de mitología y literatura clásica. Felicitas nos nombró
así de la misma manera que años después le iba a poner
Casiopea a su gata o Edipo al caracol de río que un
día apareció pegado en una laja del jardín. Tenía una
fascinación insana por todo lo que fuera griego -fueran
cariátides, discóbolos, ánforas, acrópolis, metopas
o triglifos. Siempre me pregunté de dónde provendría
esta fascinación. Supongo que Felicitas necesitaba alguna
especie de raíz de la que carecía, cualquier tipo de
raíz para no sentirse tanto un clavel del aire, y se
fue a buscarla precisamente a la cuna del pensamiento
occidental. Su genealogía filosófica venía más o menos
así: Sócrates, Santo Tomás, Descartes, Hegel, Felicitas,
completamente ajena al desfasaje que hubiera significado
para Occidente su propia inclusión en el canon.
De cualquier manera, ella murió hace tres años.
Felicitas siempre nos contaba acerca de unos cementerios
de la isla de Madagascar, en donde cada tumba estaba
marcada en la tierra por un monumento de madera que
representaba algún acontecimiento alegre de la vida
del muerto. Así, un avioncito de madera recordaba la
vez en que uno de los muerto había viajado en avión;
un castillito recordaba cuando otro había construido
su enorme casa; un buey de largos cuernos, cuando otro
había comprada cien cabezas de ganado. Supongo que si
hubiésemos tenido que hacer una estatua para Felicitas,
sin duda hubiésemos elegido un libro de madera porque
así era ella: vivía todo el tiempo en algún lugar imaginario
entre páginas.
Sentada sobre una tabla angosta y dura, un banco de
iglesia en el que acabo de pasar las últimas cinco horas,
observo el vasito de papel entre mis manos, lleno de
café demasiado acuoso, demasiado azucarado, demasiado
frío. Mis ojos recorren los techos descomunalmente altos,
las paredes sin ventanas, las escaleras que se dirigen
a ninguna parte. Tengo la fantasía de que, de pronto,
alguien va a cerrar la puerta de calle con una gruesa
cadena y un candado oxidado, y nos vamos a quedar todos
adentro, atrapados para siempre en esta noche eternamente
triste y desvelada.. Pasar acá toda la noche, ¿qué es
lo que se supone que uno está esperando? Observo el
enorme reloj de cuadrante amarillento colgado de la
pared. Está parado a las diez, vaya a saber si de la
mañana o de la noche. Las velas alrededor del cajón
están todas derretidas; son charcos blancuzcos, huevos
fritos en el centro de los cuales algún pabilo se agita
temblando al borde de la inexistencia.
El aire está atravezado por el perfume de las flores
marchitas. El calor es prácticamente insoportable. Sólo
a mi hermano Orfeo se le ocurre morirse la noche de
Navidad.
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